Gaviota

Me senté a esperar que todo fuera un poco más ligero, un poco más como tu, más gaviota. Tu siempre eras eterna, siempre volabas por encima de aquella nube con forma de recuerdo.

No se como eras capaz de alborotarme la cabeza solo con sobrevolar por encima de mis atormentados pensamientos. Eras precavida, tenias el pico más largo que la falda, y compartías libertad pero no la comida, tu eras así, a tu manera, con tu forma de volar, de girar, de atacar tras el fondo del mar para alimentarte o simplemente por pelear, contigo misma, contra todo.

Emigrabas al fondo del mundo, al fondo del mar, ese que siempre eras capaz de ver desde la lejanía. Te parabas a mirar, siempre en el acantilado mas alto de la tierra que pisabas, solías mirar al cielo, te secabas las lagrimas y saltabas, y volabas, así eras tu, a tu manera, eras eternamente imprevisible y eso, creo que justo eso, fue lo que hizo que me transformara en una copia exacta de ese acantilado al que siempre volvías después de cada viaje.

El problema del salto eterno, ese que siempre dabas tu, es que luego venía la caída, el golpe irracional contra el fondo del océano, el choque frontal contra el viento voraz de levante, o de tramontana, de poniente, o de mediodía.
Y ni tu, ni yo, ni nada ni nadie podía evitar ese segundo inestable en el que no teníamos ni idea de si alzarías el vuelo o te chocarías brutalmente contra el eterno agua salpicado de recuerdos.

Brutal el segundo, brutal esa lagrima deslizandose por el pico, ese que tenías cerrado, esperándome.

Y sí, alzaste el vuelo,
fuiste eterna
una vez más.

Sí,
vuela gaviota,
te espero en el próximo acantilado.

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