Gin

El cristal brillaba con cada una de las estrellas que surcaban el firmamento aquella noche, todo estaba en calma, todo era tan realista como nuestras manos perdidas en aquel momento.

Poco a poco, el vaho roció los cristales escritos con tu nombre, esos que nos miraron atónitos toda la noche, como si fuéramos una obra de arte, como si fuéramos la orquesta más vibrante del panorama musical.

Aún no recuerdo que me susurraste después del instante en el que nuestras chispas solares vibraron a la vez, no podía dejar de mirarte, embelesado en tus labios color carmín.

De fondo sonaba Sabina, y recuerdo tus manos abriendo la cajetilla, pintados en rojo atardecer, me susurraste un: ¿fumas? Me reí.

Tras mirarnos de reojo y despertar del mundo paralelo en el que nos encontrábamos, me susurraste que la luna era parte fundamental del destino, te miré, tenías la sonrisa perdida en mi, y eso, si que era un destino lunar de esos en los que crees,
esos en los que piensas,
esos,
que hicieron de la luna
un mero espectador
de nuestra (pequeña) obra de arte,
de nuestra sinfonía,
de nuestra estrella fugaz,
de nuestro brindis con desperados.

Que hicieron de la luna
la mayor espectadora
de aquella función teatral,
llamada:

nosotros.



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